sábado, 5 de enero de 2008

JUGANDO CON LA HIPÉRBOLE

LA FINCA


Como si se hubiera tragado todas las flores silvestres de esta enorme tierra. Como si los días de verano fuesen sólo de ella, Ofelia era dueña de la luz completa. Sus ojos, tan despiertos como la luna llena. En cada parpadeo, sus pestañas soplaban bocanadas de viento. Con sus nervios juguetones casi siempre me despeinaba. Su sonrisa era su apellido y, en el brillo de sus dientes, mi retina desaparecía.
¡Tan amigas, Ofelia y yo!
No hubo lugar sin recorrerlo juntas, en la finca de mi infancia. Lo más fascinante de su amistad era, ese no sé qué, que nunca olvidaré. Su felicidad inagotable, como el Titicaca en toda su extensión. Solamente la vi llorar una, una sola vez: al despedirnos. El tren ya había tocado su tercera campanada, reclamando a los últimos pasajeros. Sin dejar de abrazar su espalda, y ella la mía, sentí sus lágrimas mojar mis hombros hasta humedecerme los brazos y manos. Sin ventisca en sus párpados pues, como un sepulcro, se cerraron al subirme al tren.
Al sacar mi mano por la ventanilla, con el pañuelo amarillo que me regaló, sus ojos como la luna llena se abrieron y se cerraron lentamente. El pañuelo flameaba a su ritmo, mientras mi corazón se apretó en un estacato musical.
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RUPERTO


Hace ya algunos veranos o primaveras, sumados también los otoños e inviernos. El pequeño Ruperto inició una gran caminata por lugares insospechados sin temor alguno, pues su arrojo era aún mayor. Se dirigió a la puerta, siempre abierta, mostrando su seguridad. No miró hacia atrás como suele hacerse cuando uno parte.
La audacia se transformó en su mejor aliada. Con el mentón en alto y sus manos en los bolsillos empezaba la aventura, “el sueño de su vida”. Kilómetros y kilómetros casi sin detenerse, hasta que la noche se hizo presente durmiéndolo en algún rincón del camino. No le fue difícil encontrar alimento en su aventura, su pequeñez lo hacía verse indefenso, su “audacia” la acurrucó en los pliegues de su vestimenta.
¡La gran ciudad! Se le presentó como un desafío a su propia osadía. El pequeño jamás conoció lugar tan inmenso, cargado de casas, edificios, autos…, que se prolongaban hasta el cielo; sólo recordaba referencias de aquel mundo por algunas revistas viejas, y ahora, esa inmensidad frente a él… Su cabeza se hinchó como una sólida roca, y sus ojos no pestañaron por varios segundos. Se olvidó del cansancio, la oscuridad no atrapó sus párpados. Su caminata iba por delante, a pasos agigantados, como un elefante tierra adentro.
La noche ciudadana lo detuvo por la espalda, sus inquietos pasitos aquietaron toda su estructura ¡La ciudad en luces! Carteles fosforescentes titilando a cada instante, colores y formas con alma propia, la velocidad de los autos…, implacables ante el recién llegado. Al pequeño Ruperto le temblaron las piernas. En aquel mundo, preso en un laberinto sin salida, los destellos como garras de dragón entorpecieron sus pensamientos. El pelo desordenado se agitaba en su ancha cabeza, y en su rostro se le dibujaron marcadas líneas, como riachuelos incrustados en su piel.
Fue el hambre que detuvo los pasos del andariego, llevaba dos días con sus noches sin parar, dando vueltas en el encandilado laberinto. Fue su pequeñez la que lo salvó, una vez más, extendiendo sus manos en un mesón al que no alcanzaba. La señora del mostrador, ocupada en su quehacer, se mostraba indiferente. Después de algunos intentos logró que ésta se percatara de su presencia… Su hambre llegaba a marearlo. En una mesa, y trepado en una silla, comió sin respiro todo lo que la amable señora le sirvió. Casi saltando, con la sonrisa en toda su cara, le dio las gracias por el plato servido y devorado. Fueron muchos los días que Ruperto volvió al mismo lugar para alimentarse.
Menos enajenado en las infinitas calles, la audacia del pequeño tomó la anchura de su cabeza, y pronto, Ruperto, dejó de sentirse asfixiado.
¡El gigante letrero no paraba de destellar sus potentes colores!, tan fuertes que lo hipnotizaban hasta quedar perplejo. Sin dudarlo, se encaminó a él. Toda la noche fue su cómplice en sus pasitos acelerados. El amanecer daba sus inicios y Ruperto llegaba al luminoso cartel. Una casona, aún sus luces no cesaban, ingresó a ella sin aviso.
Con esfuerzo tuvo que recorrer el lugar en sombras, a media luz. Hermosas mujeres contentaban a los hombres con vasos de licor, todos ellos grandes, se desplazaban por el lugar como dueños del entorno. Nadie se percató de su presencia, pues sus miradas se enfocaban a la mujer: esbelta, moviendo sus caderas obscenamente, agitándolas a un largo pedazo de fierro que colgaba desde el techo hasta el suelo, lentamente se quitaba la poca ropa.
El pequeño Ruperto la observó sin parpadear, le parecía tan alta y voluptuosa que no alcanzaba a atraparla con una sola mirada, giró su ancha cabeza como un búho para captarla en su totalidad. La mujer advirtió su presencia con una extravagante carcajada, fue cuando todos miraron a la criatura maltrecha. La bailarina, sin pudor alguno, lo tomó de sus cortos brazos y de un tirón lo llevó al centro del escenario y, con un ademán notorio, presentó al invitado de honor. Todos soltaron sus aullidos y aplaudieron al honorable. Ruperto sonrió con su cara completa, confundido entre tanto alboroto como ebrio de felicidad, todos reían con él. Sin recato alguno le dieron de beber mientras la mujer le sacaba la sucia vestimenta que lo envolvía.
Ruperto, ya algo borracho, resaltó su instinto guardado… La excitación que le producía aquella desnudez… A sus 37 años jamás había podido tocar mujer alguna, como tampoco sentir el trato tan directo de sus contemporáneos. Su regocijo fue completo, todo cuanto le estaba pasando, en una especie de milagro, soltó un caudal de sentimientos guardados, tocaba aquella mujer con sus manos deseosas y ella se dejaba acariciar.
Iniciaron un baile de a dos, el enano y la bailarina se entrelazaron con aquel fierro, en tanto que los demás, en una locura completa de instintos perversos, cargaron al hombrecito y lo empezaron a lanzar de mano en mano, hasta tirarlo a la calle. El pequeño hombre cayó debajo del cartel luminoso, que ya había apagado sus destellos.
Don Ruperto Salgado fue apresado por enormes policías, su comportamiento era un agravio a las buenas costumbres ciudadanas

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